“Cuando muere, todo el mundo debe dejar algo detrás. Un hijo, un libro, un cuadro, una casa, un jardín plantado... Algo que tu mano tocará de un modo especial, de manera que tu alma tenga algún sitio a donde ir cuando tú mueras. Y cuando la gente mire ese árbol o esa flor que tú plantaste, tú estarás allí”. La frase, concebida por Ray Bradbury en su libro “Fahrenheit 451” se cumple casi como una profecía en el caso de varios escritores ilustres. Sí, porque está claro que no solo los libros permiten alcanzar la inmortalidad: las tumbas de algunos de los escritores más leídos de la historia también lograron sortear el insoslayable escarnio del olvido. Algunas, incluso, se han convertido en lugares de visita obligada; en poderosos santuarios donde recalan todas las plegarias.

Besos en el mármol

La lápida del escritor inglés Oscar Wilde, ubicada en el famoso cementerio parisino de Père Lachaise, es un claro ejemplo de ello. El particular monumento no sólo recibe la visita de cientos de personas por día, sino que se ha transformado en una suerte de relicario donde los seguidores del escritor depositan sus besos secretos con los labios convenientemente pintados de carmín. Tan extendida está esta costumbre que, con el paso del tiempo, el mármol de la lápida se desgastó. Por eso, en 2012, los familiares del escritor decidieron colocar un muro de vidrio de dos metros de altura, en un intento por mantener a distancia a sus apasionados admiradores. Curiosamente, en su comedia negra de 1893, “Una mujer sin importancia”, Wilde hace decir al personaje -Mrs. Arbuthnot- la siguiente frase: “Un beso puede arruinar la vida de una persona”. Claro que, en este caso, un beso también puede aniquilar la pulcritud de cualquier lápida.

Rayuela en el sepulcro

Algo similar ocurre con la tumba del escritor argentino Julio Cortázar, ubicada también en el cementerio de Père Lachaise junto a los restos de su última mujer, Carol Dunlop. Aunque, justo es decirlo, el abúlico mármol no sólo alberga en este caso besos, sino también filtros de cigarrillos, pétalos de rosas, biromes, lápices, frases, cartas, fotos, dibujos y hasta uno que otro lápiz labial. Como si la tumba del “cronopio” más querido de la literatura argentina estuviese viva y latiera al ritmo de los visitantes. Es precisamente en ese lugar donde “Rayuela” -la obra maestra de Cortázar-, suma cada día un capítulo nuevo e insólito que los seguidores del escritor conciben espontáneamente y luego dejan en la lápida, a manera de tributo. Un gesto que contrasta con la palidez del entorno ya que, a pocos metros, se encuentran -impolutas-, las tumbas de Jean Paul Sartre y de su histórica pareja, Simone de Beauvoir.

La duplicación de Dante

Otro escritor cuya tumba atrae multitudes es Dante Alighieri. Aunque, en su caso, las visitas se duplican, porque el autor de “La divina comedia” tiene literalmente dos sepulcros. Uno de ellos, ubicado en la Basílica di Santa Croce (Florencia), está vacío y solo puede leerse la frase “Onorate l’altissimo poeta” (Honrad al más alto poeta). El otro monumento, construido en Rávena, contiene efectivamente los restos del escritor florentino. La razón de esta duplicación, forma parte de un complicado enredo de intereses políticos que comenzó a principios del siglo XIV, con la guerra entre los Güelfos Blancos y los Güelfos Negros. Aunque nunca se ha demostrado que Dante tomara partido, él mismo decidió exiliarse en Verona. En 1318, el príncipe Guido Novello da Polenta le ofreció un puesto diplomático en Rávena, donde Dante encontró seguridad económica y la serenidad necesaria para terminar su tercer libro de la Comedia: el Paraíso. Poco después, murió en esta ciudad y fue enterrado en la iglesia de San Pier Maggiore (hoy de San Francisco de Asís). Recién en el siglo XIX Florencia reivindicó la figura de su hijo más dilecto y, por eso, construyó la tumba que hoy existe en la Basilica de la Santa Croce. Sin embargo, los restos del poeta que caminó por el infierno jamás fueron trasladados allí.

Bajo la sombra de if

Pero si de enigmas se trata, la tumba de Jorge Luis Borges es tal vez uno de los ejemplos más llamativos. El autor de “Ficciones” murió en Ginebra en 1986 y fue enterrado en el cementerio de Plainpalais, bajo un árbol, llamado “If” (como el poema de Rudyard Kimpling), que florece sólo en los años impares. La lápida, que fue el homenaje de su viuda María Kodama, es blanca, áspera e irregular, y en lo alto de su cara anterior se puede leer el nombre del escritor argentino. Justo debajo aparece la inscripción “And ne forhtedon na”, junto a un grabado circular con siete figuras humanas que representa los siete guerreros nortumbrios. Por último, hay una pequeña cruz de Gales y la fecha 1899/1986. La inscripción “And ne forhtedon na”, formulada en inglés antiguo, ha sido erróneamente traducida como Las puertas del cielo se abrieron hacia él. Sin embargo, la traducción correcta es Y que no temieran y forma parte de un verso que pertenece a “La batalla de Maldon”, un poema épico anglosajón del siglo X. Pero eso no es todo: en el reverso de la lápida aparece la imagen de una embarcación vikinga, otra frase escrita en escandinavo y una dedicatoria: De Ulrica a Javier Otárola. La misma Kodama explicó hace años esa inscripción: “Borges me dedicó en secreto el cuento ‘Ulrica’. Decía que ese era el único cuento de amor que había escrito. Entonces, como un caballero del período Heian en Japón, siempre mantuvo ese secreto. Yo sabía que era para mí”. Lo cierto es que, pese a sus singulares inscripciones -o tal vez, debido a ellas-, la tumba del autor de “La biblioteca de Babel” atrae a diario a estudiantes que la fotografían incesantemente.

Ocurre lo mismo en la Abadía de Westminster, en Londres, donde se encuentran las tumbas de Charles Dickens, Isaac Newton, Ben Jonson y Charles Darwin entre otros personajes ilustres. De todas ellas, la de Jonson es tal vez la que despierta mayor interés, a causa de su pequeño tamaño. Se dice que en vida, Jonson le pidió al rey Carlos I (1603-1625), la merced de “18 pulgadas cuadradas de tierra en la abadía de Westminster”. Y se la concedieron. En el siglo XIX, al excavarse una tumba cercana, hubo ocasión de inspeccionar los restos de Jonson, y entonces el encargado comprobó que el poeta inglés que fue rival de Shakespeare y que hizo famosa la frase “la vida es breve”... ¡había sido enterrado en posición vertical!